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NOVES TECNOLOGIES APLICADES A L´ESCOLA

LA FAMÍLIA

G. K. Chesterton,

     La familia puede muy bien ser considerada, así habría que pensarlo al menos, como una institución humana fundamental. Todos admitirán que ha sido la célula principal y la unidad central de casi todas las sociedades que han existido hasta ahora, con la excepción, la verdad sea dicha, de algunas sociedades como aquella de Lacedemón que optó por la «eficiencia» y que, en consecuencia, ha perecido sin dejar ni rastro. E1 cristianismo, por enorme que fuera la revolución que supuso, no alteró esta cosa sagrada, tan antigua y salvaje; no hizo nada más que darle la vuelta. No negó la trinidad de padre, madre y niño. Sencillamente la leyó al revés, haciéndola niño, madre y padre. Y ésta ya no se llama la familia, sino Sagrada Familia, pues muchas cosas se hacen santas sólo con darles la vuelta. Pero algunos sabios de nuestra propia decadencia han lanzado un serio ataque a la familia. La han atacado, y me parece que de manera equivocada; y sus defensores la han defendido, y lo han hecho de manera equivocada. La defensa más común de la familia es que, en medio de las tensiones y cambios de la vida, resulta un sitio pacífico, cómodo y unido. Pero es posible otra defensa de la familia, y a mí me parece evidente; consiste en decir que la familia no es ni pacífica, ni cómoda, ni unida.


La familia como institución en el mundo moderno

      Hoy día no está muy de moda cantar las ventajas de la comunidad pequeña. Se nos dice que debemos lanzarnos a por grandes imperios y a por grandes ideas. Hay una ventaja, sin embargo, en el estado, en la ciudad o en el pueblo pequeño que sólo los que quieren ser ciegos pasarán por alto. El ser humano que vive en una comunidad pequeña vive en un mundo mucho más grande. Sabe mucho más de las variedades feroces y las divergencias inflexibles de los hombres. La razón es obvia. En una comunidad grande podemos elegir nuestros compañeros. En una comunidad pequeña nuestros compañeros nos vienen dados. Así en todas las sociedades grandes y altamente civilizadas se forman grupos fundados sobre lo que se llama simpatía y que silencian al mundo real de modo más cortante que las puertas de un monasterio. Lo cierto es que no hay nada pequeño o limitado en el clan o en la tribu; lo que es de verdad pequeño y limitado es la pandilla o el corrillo. Los que forman un clan viven juntos porque todos se visten con el mismo tartán o porque todos descienden de la misma vaca sagrada; pero en sus almas, por una suerte divina de las cosas, siempre habrá más colores que en cualquier tartán. Los que forman una pandilla o un grupo viven juntos porque tienen el mismo tipo de alma, y su estrechez es una estrechez de coherencia y satisfacción espiritual, como la que hay en el infierno. Una sociedad grande existe para formar grupillos. Una sociedad grande es una sociedad para la promoción de la estrechez. Es una maquinaria para proteger al individuo solitario y sensible de toda experiencia de los amargos y fortalecedores compromisos humanos. En el sentido más literal de las palabras, es una sociedad para la prevención del conocimiento cristiano.

     Podemos ver este cambio, por ejemplo, en la transformación moderna de lo que se llama el club. Cuando Londres era más pequeño, y sus barrios más reducidos y familiares, el club era lo que es todavía en los pueblos, lo opuesto de lo que es ahora en las grandes ciudades. Se consideraba entonces como un lugar en donde una persona podía ser sociable. Ahora el club se valora como el lugar en donde puede uno ser insociable. Cuanto más grande y elaborada es nuestra civilización tanto más deja de ser el club un lugar donde uno puede tener un argumento ruidoso, y se convierte en un lugar en donde uno puede comer a solas, por su cuenta, sin que nadie le moleste. E1 objetivo es que se sienta cómodo, y hacer a un hombre cómodo es hacerle todo lo opuesto a sociable. La sociabilidad, como todas las cosas buenas, está llena de incomodidades, peligros y renuncias. El club tiende a producir la más degradante de todas las combinaciones-el anacoreta de lujo, el hombre que combina la indulgencia voluptuosa de Lúculo con la soledad insana de Simeón el Estilita.

     Si mañana por la mañana una enorme nevada no nos dejara salir de la calle en que vivimos entraríamos de repente en un mundo mucho más grande y mucho más insólito que cualquier otro que hayamos imaginado. Pero todo el esfuerzo de la persona moderna típica es huir de la calle en la que vive. Primero inventa la higiene moderna y se va a Margate. Luego inventa la cultura moderna y se va a Florencia. Después inventa el imperialismo moderno y se va a Tombuctú. Se marcha a los bordes fantásticos de la Tierra. Pretende cazar tigres. Casi llega a montar en camello. Y al hacer todo esto está todavía esencialmente huyendo de la calle en la que nació; y siempre tiene a mano una explicación de esta fuga suya. Dice que huye de su calle porque es aburrida. Miente. La verdad es que huye de su calle porque es demasiado excitante. Es excitante porque es exigente; es exigente porque está llena de vida. Puede visitar Venecia tranquilo porque para él los venecianos no son nada más que venecianos; los habitantes de su propia calle son hombres y mujeres. Puede quedarse mirando a un chino porque para él los chinos son algo pasivo que hay que mirar; si se le ocurre mirar a la vieja señora en el jardín de al lado, la anciana se pone en movimiento. Está forzado a huir, para decirlo en breve, de la compañía demasiado estimulante de sus iguales-de seres humanos libres, perversos, personales, deliberadamente diferentes de él-. La calle en Brixton resplandece demasiado y resulta abrumadora. Tiene que apaciguarse y calmarse entre los tigres y los buitres, los camellos y los cocodrilos. Estas creaturas, sin duda alguna, son muy diferentes de él; pero no ponen su figura o color o costumbres en decisiva competición intelectual con los rasgos suyos propios. No pretenden destruir sus principios y reafirmar los suyos. Los monstruos extraños de su calle en el barrio pretenden exactamente eso. El camello no contorsiona su anatomía hasta formar una espléndida mofa porque el señor Robinson no tenga una joroba; pero el culto caballero del número 5 sí que exhibe una mofa cuando advierte que el señor Robinson no tiene rodapié en su casa. El buitre no va a estallar de risa si no ve volar a un hombre; pero el comandante que vive en el número 9 se reirá a carcajadas de que tal hombre no fume. La queja que comúnmente tenemos que hacer de nuestros vecinos es que se meten en lo que no les concierne. No queremos decir realmente que no se metan en lo que no les concierne. Si nuestros vecinos no se metieran en lo que no les concierne, les pedirían de repente su renta y rápidamente dejarían de ser nuestros vecinos. Lo que realmente queremos decir cuando exigimos que no se metan en lo que no les concierne es algo mucho más profundo. No nos desagradan por tener tan poca fuerza y energía que no puedan interesarse en sus cosas. Nos desagradan por tener fuerza y energía suficientes para interesarse además en las nuestras. Lo que nos aterra de nuestros vecinos no es la estrechez de su horizonte, sino su espléndida tendencia a ensancharlo. Y todas las aversiones a la humanidad ordinaria tienen este carácter general. No son aversiones a su endeblez (como algunos pretenden), sino a su energía Los misántropos creen que desprecian a la humanidad por su debilidad, pero lo cierto es que la odian por su fuerza.


La gente ordinaria

     Por supuesto, esta retirada de la brutal vivacidad y variedad de la gente ordinaria es algo perfectamente perdonable y excusable en tanto en cuanto no pretenda convertirse en una actitud de superioridad Pero cuando se califica a sí misma de aristocracia o esteticismo o de una superioridad sobre la burguesía, no hay más remedio en justicia que señalar su debilidad intrínseca. El fastidio es el más perdonable de todos los vicios; pero es la más imperdonable de todas las virtudes. Nietzsche, que es el representante más destacado de esta pretenciosa demanda del ser fastidioso, tiene en algún lugar de su obra una descripción-muy poderosa desde el punto de vista literario-del disgusto y desdén que le consumen al volver su mirada sobre gente ordinaria con sus rostros ordinarios, sus voces ordinarias, sus mentes ordinarias. Como decía, esta actitud es casi hermosa si podemos clasificarla como patética. La aristocracia de Nietzsche reúne todo el carácter sagrado que pertenece al débil. Cuando nos hace sentir que no puede soportar los rostros innumerables, las voces incesantes, esa omnipresencia abrumadora que pertenece a la muchedumbre, tiene la simpatía o aprobación de cualquiera que haya estado alguna vez enfermo en un barco o cansado en un autobús lleno de gente. Todos hemos odiado a la humanidad cuando hemos sido poco humanos. Todo ser humano ha tenido alguna vez a la humanidad en sus ojos como una niebla sofocante, o en sus narices como un olor sofocante. Pero cuando Nietzsche tiene la increíble falta de humor y de imaginación de pedirnos que creamos que su aristocracia es una aristocracia de músculos fuertes o una aristocracia de voluntades fuertes, se hace necesario mostrar la verdad de las cosas. Y la verdad es que es una aristocracia de nervios endebles.

     Nos hacemos nuestros amigos; nos hacemos nuestros enemigos; pero Dios hace a nuestro vecino de al lado. De ahí que se nos acerque revestido de todos los terrores despreocupados de la naturaleza; nuestro vecino es tan extraño como las estrellas, tan atolondrado e indiferente como la lluvia. Es el Hombre, la más terrible de todas las bestias. Por eso las religiones antiguas y el viejo lenguaje bíb6lico mostraban una sabiduría tan penetrante cuando hablaban, no de los deberes con la humanidad, sino de deberes con el prójimo. El deber hacia la humanidad puede tomar a menudo la forma de alguna elección que es personal y aun agradable. Ese deber puede ser un interés nuestro; puede ser incluso un capricho o una disipación. Podemos trabajar en el barrio más pobre porque estamos especialmente preparados para trabajar en ese barrio, o porque así nos lo parece; podemos luchar por la causa de la paz internacional porque nos gusta mucho luchar. E1 martirio más monstruoso, la experiencia más repulsiva, pueden ser resultado de elección o de cierto gusto. Puede que estemos hechos de tal forma que nos encanten los lunáticos o que nos interesen especialmente los leprosos. Puede que amemos a los negros porque son negros o a los socialistas alemanes porque son unos pedantes. Pero hemos de amar a nuestro vecino porque está ahí-una razón mucho más alarmante para una obra mucho más seria-. E1 vecino es la muestra de humanidad que de hecho se nos da. Y precisamente porque puede ser una persona cualquiera, nuestro vecino es todo el mundo. Es un símbolo porque es un accidente.

     No hay duda de que los hombres huyen de ambientes pequeños a tierras que son mortíferas de verdad. Pero esto es natural porque no están huyendo de la muerte; están huyendo de la vida. Y este principio se aplica a cada uno de los anillos del sistema social de la humanidad. Es perfectamente razonable que los hombres busquen alguna variedad particular del tipo humano, siempre que busquen esa variedad del tipo humano y no la mera variedad humana. Es perfectamente lógico que un diplomático británico busque la compañía de generales japoneses, si lo que quiere son generales japoneses Pero si lo que quiere es gente diferente de sí mismo, haría mucho mejor en quedarse en su casa y discutir de religión con la sirvienta. Es muy razonable que el genio del pueblo vaya a conquistar Londres si lo que quiere es conquistar Londres. Pero si lo que quiere es conquistar algo fundamental y simbólicamente hostil y además muy fuerte, haría mucho mejor en quedarse donde está y tener una pelea con el párroco de la iglesia. E1 hombre de la calle de barrio se comporta correctamente si va a Ramsgate por ver Ramsgate-algo bien difícil de imaginar-. Pero si, como él lo expresa, va a Ramsgate «para cambiar», entonces hay que decirle que experimentaría un cambio mucho más romántico y hasta melodramático si saltara por encima del muro al jardín de su vecino. Las consecuencias serían tonificantes en un sentido que va mucho más allá de las posibilidades higiénicas en Ramsgate.


Divergencias y variedades

      Ahora bien, de la misma manera que este principio vale para el imperio, para la nación dentro del imperio, para la ciudad dentro de la nación, para la calle dentro de la ciudad, vale también para la casa dentro de la calle. La institución de la familia debe ser ensalzada precisamente por las mismas razones que la institución de la nación, o la institución de la ciudad, son en este respecto ensalzadas. Es bueno para un hombre vivir en una familia por la misma razón que es bueno para un hombre ser asediado dentro de una ciudad. Es bueno para un hombre vivir en una familia en el mismo sentido en que es algo hermoso y delicioso para un hombre ser bloqueado por una nevada en una calle. Todas estas cosas le fuerzan a darse cuenta de que la vida no es algo que viene de fuera, sino algo que viene de dentro. Sobre todo, todas ellas insisten sobre el hecho de que la vida, si es de verdad una vida estimulante y fascinante, es una cosa que por su misma naturaleza existe a pesar de nosotros. Los escritores modernos que han sugerido, de manera más o menos abierta, que la familia es una institución mala, se han limitado generalmente a sugerir, con mucha amargura o patetismo, que tal vez la familia no es siempre algo muy conciliador. Pero, qué duda cabe, la familia es una institución buena precisamente porque no es conciliadora. Es algo bueno y saludable precisamente porque contiene tantas divergencias y variedades. Es, como dice la gente sentimental, un pequeño reino y, como muchos otros reinos pequeños, se encuentran generalmente en un estado que se parece más a la anarquía. Es precisamente el hecho de que nuestro hermano Jorge no está interesado en nuestras dificultades religiosas, sino que está interesado en el «Restaurante Trocadero», lo que da
a la familia algunas de las cualidades tonificantes de la república. Es precisamente el hecho de que nuestro tío Fernando no aprueba las ambiciones teatrales de nuestra hermana Sara lo que hace que la familia sea como la humanidad. Los hombres y las mujeres que, por razones buenas o malas, se rebelan contra la familia, están, por razones buenas o malas, sencillamente rebelándose contra la humanidad. La tía Isabel es irracional, como la humanidad. Papá es excitable, como la humanidad. Nuestro hermano más pequeño es malicioso, como la humanidad. El abuelo es estúpido, como el mundo; y es viejo, como el mundo.

      No hay duda de que aquellos que desean, correcta o incorrectamente, escapar de todo esto, desean entrar en un mundo más estrecho. La grandeza y la variedad de la familia les deja desmayados y aterrorizados. Sara desea encontrar un mundo que consista por entero en teatros; Jorge desea pensar que el «Trocadero» es un cosmos. No digo ni por un momento que la huida a esta vida más limitada no sea lo correcto para el individuo, como tampoco lo digo de la huida a un monasterio. Pero sí que es malo y artificioso todo lo que tienda a hacer a estas personas sucumbir a la extraña ilusión de que están entrando en un mundo que es más grande y más variado que el suyo propio. La mejor manera en que un ser humano podría examinar su disposición para encontrarse con la variedad común de la humanidad sería dejarse caer por la chimenea de cualquier casa elegida a voleo, y llevarse tan bien como sea posible con la gente que está dentro. Y eso es esencialmente lo que cada uno de nosotros hizo el día en que nació.

      En esto consiste verdaderamente la aventura romántica, especial y sublime, de la familia. Es romántica porque es «a cara o cruz», porque es todo lo que sus enemigos dicen de ella, porque es arbitraria, porque está ahí. En la medida en que un grupo de personas haya sido elegido racionalmente habrá cierta atmósfera especial o sectaria. Cuando se eligen de manera irracional entonces uno se encuentra con hombres y mujeres sin más. El elemento de aventura empieza a existir; porque una aventura es algo que, por naturaleza, viene hacia nosotros. Es algo que nos escoge a nosotros, no algo que nosotros escogemos. E1 hecho de enamorarse ha sido a menudo considerado como la aventura suprema, el incidente romántico por excelencia. En la medida en que hay en ello algo que está fuera de nosotros, algo así como una especie de fatalismo alegre, esto es muy cierto. No hay duda de que el amor nos atrapa, nos transfigura y nos tortura. Rompe de verdad nuestros corazones con una belleza insoportable, como la belleza insoportable de la música. Sin embargo, en la medida en la que, por supuesto, tenemos algo que ver con el asunto, en la medida en la que de alguna forma estamos preparados para enamorarnos y en algún sentido para arrojarnos al amor, en la medida en que hasta cierto punto elegimos y hasta cierto punto juzgamos, en este sentido el hecho de enamorarse no es verdaderamente romántico, no es de verdad la gran aventura. En este sentido, la aventura suprema no es enamorarse. La aventura suprema es nacer. Allí nos encontramos de repente en una trampa espléndida y estremecedora. Ahí vemos de verdad algo que jamás habíamos soñado antes. Nuestro padre y nuestra madre están al acecho, esperándonos, y saltan sobre nosotros como si fueran bandoleros detrás de un matorral. Nuestro tío es una sorpresa. Nuestra tía es como un relámpago en un cielo azul. Al entrar en la familia por el nacimiento entramos de verdad en un mundo incalculable, en un mundo que tiene sus leyes propias y extrañas, en un mundo que podría muy bien continuar su curso sin nosotros, en un mundo que no hemos fabricado nosotros. En otras palabras, cuando entramos en la familia entramos en un cuento de hadas.


La aventura de lo inesperado

     Este colorido, como el de un relato fantástico, debería pegarse a la familia y a nuestras relaciones con ella durante toda la vida. El amor es la cosa más profunda en la vida; más profundo que la misma realidad. Porque aun si la realidad resultara engañosa, a pesar de todo no se podría probar que es insignificante o sin importancia. Si los hechos fueran falsos, serían todavía muy extraños. Y este carácter extraño de la vida, este elemento inesperado y hasta perverso de las cosas tal como acontecen, permanece incurablemente interesante. Las circunstancias que podemos regular pueden hacerse mansas o pesimistas; pero las «circunstancias sobre las que no tenemos control» permanecen como teñidas de algo divino para aquellos que, como el señor Micawber, pueden invocarlas y renovar su fuerza. La gente se pregunta por qué es la novela la forma más popular de literatura; por qué se leen más novelas que libros científicos o de Metafísica. La razón es muy sencilla: es que la novela es más verdadera que esos otros libros. La vida puede a veces aparecer legítimamente como un libro científico. La vida puede a veces aparecer, y con mucha más legitimidad, como un libro de Metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser una canción; puede dejar de ser incluso un hermoso lamento. Puede que nuestra existencia no sea una justicia inteligible ni siquiera una equivocación reconocible. Pero nuestra existencia es, a pesar de todo eso, una historia. En el fiero alfabeto de toda puesta de sol está escrito, «continuará en el próximo». Si tenemos suficiente inteligencia, podemos terminar una deducción filosófica y exacta, y estar seguros de que la estamos acabando correctamente. Con poder cerebral adecuado podríamos llevar a cabo cualquier descubrimiento científico y estar seguros de que lo acabábamos correctamente.

      Pero ni siquiera con la más gigantesca inteligencia podríamos terminar el relato más sencillo o el más tonto, y quedarnos seguros de que lo hemos terminado correctamente Ocurre así porque un relato lleva por detrás, no sólo la inteligencia, que es parcialmente mecánica, sino la voluntad, que en su esencia es algo divino. E1 escritor de una narración puede enviar a su héroe al calabozo en el penúltimo capítulo, si así lo desea. Puede hacerlo por el mismo capricho divino por el que el mismo autor puede ir al calabozo y después al infierno, si así lo escoge. Y la misma civilización, aquella civilización caballeresca europea que reafirmó la libertad en el siglo XIII, produjo lo que llamamos «ficción» en el XVIII. Cuando Tomás de Aquino afirmó la libertad espiritual del ser humano, creó todas las malas novelas que se encuentran en las bibliotecas circulantes.

Pero para que la vida sea para nosotros una historia o una historia de amor, es necesario que una gran parte de ella sea decidida sin nuestro permiso. Si queremos que nuestra vida sea un sistema, eso puede ser un fastidio; pero si queremos que sea un drama, es algo esencial. Puede ocurrir a menudo, sin duda alguna, que un drama sea escrito por alguien que no es muy de nuestro agrado. Pero nos gustaría todavía menos que el autor se presentara delante del telón cada hora más o menos y descargara sobre nosotros toda la preocupación de inventar por nuestra cuenta el acto siguiente. El ser humano tiene control sobre muchas cosas en su vida; tiene control sobre un número suficiente de cosas para ser el héroe de una novela. Pero si tuviera control sobre todas las cosas, habría tanto héroe que no habría novela. Y la razón por la que las vidas de los ricos son en el fondo tan sosas y aburridas es sencillamente porque pueden escoger los acontecimientos. Se aburren porque son omnipotentes. No puede tener aventuras porque las fabrican a su medida. Lo que mantiene a la vida como una aventura romántica y llena de ardorosas posibilidades es la existencia de estas grandes limitaciones que nos fuerzan a todos a hacer frente a cosas que no nos gustan o que no esperamos. En vano hablan los altivos modernos de estar en ambientes incómodos. Estar metido en una aventura es estar metido en ambientes incómodos. Haber nacido en esta Tierra es haber nacido en un ambiente incómodo, y por lo tanto, haber nacido en una aventura. De todas estas grandes limitaciones y estructuras que modelan y crean la poesía y la variedad de la vida, la familia es la más definitiva y la más importante. De ahí que sea malentendida por los modernos que se imaginan que la aventura podría existir en grado más perfecto, en un estado completo de los que ellos llaman libertad. Se creen que si un hombre hace un gesto sería algo sorprendente y asombroso que el Sol se cayera del cielo. Pero lo que es sorprendente y asombroso-la aventura romántica de la misma existencia del Sol-es que no se cae del cielo. Buscan estas gentes bajo toda forma y figura, un mundo donde no haya limitaciones-es decir, un mundo donde no haya contornos, esto es, un mundo donde no hay figuras-. No hay nada más despreciable y ruin que esa infinidad. Dicen que desean ser tan fuertes como el Universo, pero lo que realmente desean es que el Universo entero sea tan débil como ellos mismos.

Gaston Courtois, "Adolescencia, edad difícil"

* Llega a una edad en la que el niño deja de serlo y no es todavía un adulto. Edad en que se produce una especie de ruptura de equilibrio en vista de un equilibrio nuevo y de la conquista de la personalidad, que harán poco a poco de este niño no sólo un joven o una joven, sino tal joven -chico o chica- determinado. Resulta de esto un período de crisis que comienza, en general, hacia los trece años y que puede durar dos o tres.

* Con frecuencia, en este período, los padres, que han olvidado por completo lo que a ellos mismos les pasó, se sienten desorientados, porque no reconocen ya a sus hijos. Lo primero que ha de hacerse es no asustarse. Se trata de una crisis normal, que pasará con tanta mayor rapidez y facilidad cuanto más los padres se esfuercen en comprenderla.

* El adolescente, que deja de ser un niño, comienza por tener una crisis de emancipación. No quiere formar parte del mundo de los pequeños; no quiere ya ser tratado como un niño; no les gusta que le hagan decir sus lecciones; no quiere que se le mande por la noche a acostar; se molesta por la menor observación, sobre todo si se la hacen delante de hermanos y hermanas más pequeños.

* Este deseo de emancipación es la manifestación de un progreso natural en vías de evolución. Sería en vano y peligroso intentar dominarlo por la fuerza.

* Lo que caracteriza la adolescencia es una transformación fisiológica. Importa, pues, que los padres hayan prevenido a tiempo a sus hijos. Pero en cualquier caso resultará de ello una fragilidad física, una inestabilidad de carácter que es necesario tener en cuenta.

* No hay por qué extrañarse en este período de cambios de humor, arranques no razonados, desigualdad en el trabajo, sucesión imposible de prever de alegría ruidosa y gesto sombrío.

* El adolescente siente la impresión de no ser él mismo. No comprende lo que pasa en él. Siente más o menos confusamente algo en sí más fuerte que él mismo... Pero difícilmente lo afirmará. No aceptará con gusto reproches o reconvenciones, y éstos le producirán, en general, la sensación de ser un incomprendido.

* Los adolescentes intentan, con frecuencia torpemente, afirmar su naciente personalidad oponiéndose a la tradición, al conformismo, al criterio de los adultos. Pocas veces tienen pensamiento propio y reflexivo. La prueba es que varía con mucha facilidad sobre el mismo asunto en algunos días de intervalo. Pero se colocan instintivamente en la oposición de lo que vosotros afirmáis. No saben siempre lo que quieren con precisión. Por lo menos, quieren algo distinto de lo que vosotros queréis, y con frecuencia lo contrario de lo que deseáis. Por otra parte están dotados en esta época de una plasticidad artística y de artesanía que los capacita para interesarse por las actividades más inesperadas, a través de las cuales buscan su orientación y realizan la selección de sus gustos y aptitudes.

* En esta edad, que se llama impropiamente "la edad ingrata", no les es suficiente que los quieran, y -hecho que desconcierta mucho a las madres- hasta los abrazos, los mimos, las manifestaciones de cariño familiar, los encuentran indiferentes, si no son hostiles. Lo que ellos quieren es no sólo ser amados; es amar por sí mismos y elegir sus amistades, naturalmente, fuera de su casa.

* Son capaces, a la vez, de un egoísmo casi cínico para todo lo que concierne al cuadro familiar y de una abnegación espléndida fuera; por los pobres, por un ideal, por un movimiento político o religioso.

* Es la época en que principalmente conviene orientarlos, sin imponérselo nunca, hacia una organización de juventudes. La abnegación con que se entregarán a ella será tal vez lo que mejor podrá ayudarlos a salvar ese período de crisis y a volver a encontrar el equilibrio en las mejores condiciones: dándose es como se equilibrarán.

* Para los jóvenes es la edad de la pasión amorosa; por un profesor, por una profesora. Si el objeto de la pasión es algo bueno y equilibrado, no hay que inquietarse; pasará por sí solo.

* Si la evasión del medio familiar no se orienta hacia una organización juvenil, el adolescente puede desviarse en otros sentido, no sin peligro: el de los sueños, la imaginación; es la edad por excelencia del romanticismo y de lo novelesco.

* No os extrañéis si en esta época vuestro hijo no quiere salir con vosotros. Lo importante -pero este importante es esencia- es que el medio en que busque sus diversiones y descanso sea moralmente sano. Aquí también interviene la elección de la organización juvenil que mejor responda a sus aspiraciones.

* Estos niños grandes son capaces de entusiasmarse por las cosas grandes y bellas, como también por cualquier pequeñez. No se os ocurra burlaros; son muy susceptibles. No intentéis adivinarlos; son muy suspicaces: se repliegan en sí mismos y se cierran más; son muy celosos de su autonomía, de su independencia: su personalidad se yergue. ¡Son muchachos mayores, no chiquillos! Sobre todo, que no les parezca que se los vigila.

* Esta última palabra me trae a la memoria la distinción un poco sutil, pero fundamentada, que se estableció un día entre dos traductores del mismo término griego "episkopein", de donde procede la palabra obispo; una de las traducciones, que siguió literalmente los elementos de la composición del verbo griego, dio "vigilar". El otro invirtió, podría decirse, el orden de los factores y dio "velar por". Se ve enseguida la diferencia. Un padre no vigilará a su hijo ya mayor, tendrá confianza en él; pero velará por él para hacerle aprovechar las ocasiones de demostrar su talento o sus cualidades.

* Dad a vuestros adolescentes ocasión de contribuir activamente en las decisiones comunes relativas a la casa. Será un medio de dominar razonablemente la exagerada tentación de evadirse del hogar familiar.

* La experiencia demuestra que los muchachos cuya opinión se tiene en cuenta en los asuntos del gobierno de la casa, alimenticio, de diversiones, radiofónico, etc., en el seno de la familia, buscan menos que otros ejercitar la libertad fuera.

* Sobre todo, ante las manifestaciones de independencia, de evasión, de oposición, de vuestros hijos y de vuestras hijas adolescentes, no dramaticéis. Nada de escenas, lágrimas o reproches...; menos aún violencias.

* En esta edad más que nunca, saben persuadirlos y procurad no obligarlos.

* Cuando deseéis conseguir alguna cosa de ellos, apelad a los móviles más elevados; no os apoyéis en motivos exclusivamente utilitarios; a pesar de las apariencias, están en la época de los idealismos desinteresados. Es también la edad de la poesía, en la que gusta hacer versos sobre todo y a propósito de todo.

* En términos generales, evitad el burlaros de ellos; mostraos compasivos; más aún; hacedles sentir que los comprendéis. Conservaréis de esta manera ante ellos la autoridad moral, de que tanta necesidad tienen, sin que lo sepan, para ayudarlos a canalizar en buen sentido las fuerzas nuevas y magníficas que los encaminan hacia la edad adulta.

* Tranquilizaos; esos años difíciles pasarán. Si vuestros hijos comprenden que los amáis por sí mismos, que no solamente no queréis impedir que crezcan, sino que deseáis ayudarlos a conseguir una personalidad de hombres o mujeres dignos de tal nombre, vuestros hijos y vuestras hijas conservarán su confianza en vosotros o, pasada la crisis, sentirán y os demostrarán un afecto redoblado.

"Mejorar la autoestima, una clave para alcanzar la felicidad", por Manuel Alvarez Romero,

Elegir y descartar, eso es el vivir. Con acierto al escoger o al desechar se pone en juego una buena parte de ese futuro que a cada uno nos corresponde construir. Parafraseando una conocida canción podríamos decir que "la vida es una barca con dos remos en la mar: uno lo llevan mis manos, otro lo lleva... el azar". O el destino, o la Providencia amorosa de Dios. ¡Qué diferencia en la calidad del vivir según las manos que llevan ese ... otro remo de nuestra barca!

"La puerta de la felicidad se abre para fuera", afirmaba Victor Frankl recordando a Kierkegaard. Por eso es propio de nuestro vivir el buscar la felicidad con la mirada puesta en el espíritu de servicio, en nuestra aportación a los demás. Pero, como nadie da lo que no tiene, es preciso poner empeño en el buen rendimiento de nuestros talentos, en lograr rendir las cuentas con la plusvalía que justamente les corresponde.

Hace ya bastantes años, celebraba un buen rato de tertulia en el Colegio Mayor Universitario Guadaira, de Sevilla, Rafael “el Gallo”, maestro en el toreo, nos transmitía, sentenciando, pinceladas de sabiduría. La conversación desembocó en el ámbito de la felicidad y en un momento de intimidad el maestro afirmó: Se es feliz cuando se es aquello para lo que se ha nacido. He ahí una definición profunda y asequible de lo que es la vocacional personal. Ustedes posiblemente sepan que fue “el Gallo” quien, cuando le presentaron al joven Ortega y Gasset como filósofo, pronunció aquella frase famosa: Hay gente pa to. Es cierto, estamos gente pa to, pero no deja de ser curioso que “el Gallo” en su sabiduría, en su experiencia, en aquella tertulia con su frase, Se es feliz ..., enlazaba con la tradición clásica a la que tanto provecho sacó Ortega: el principio pindárico: Llega a ser el que eres, es decir, el que estás llamado a ser.

Cuánto importa saber de dónde venimos y adónde vamos. Es necesario para conocer nuestra posición actual y así, con destino y meta previstos, trazar nuestro itinerario, al menos en la parte que nos corresponde y que de nosotros depende. Punto de partida, meta e itinerario constituyen toda una necesidad vital.


¡Conócete a ti mismo!

Mi amigo Antonio es una persona muy ordenada y meticulosa. Siempre que adquiere un utensilio o aparato va en directo a las instrucciones. A veces ha de buscar entre mil idiomas o las encuentra con una infame traducción al castellano. Aún así las lee y relee con entusiasmo. Y es que valora sobremanera aquello que adquirió y su buen funcionamiento. También le he visto emplear horas y horas en torno a una agenda electrónica que le regalaron por Reyes. Su mujer es todo lo contrario, piensa que todo es fácil y asequible y se lanza con el coche nuevo, la cámara digital de fotos o lo que le echen. Y yo me digo que como no cambien habrá serios problemas de convivencia.

¡Pues más que cualquier electrodoméstico o aparatito valemos personalmente nosotros! Y con frecuencia no nos damos cuenta, no nos percatamos de esa imponente verdad.

¡Cuánta razón tenían los griegos al colocar en el dintel del templo de Delfos la leyenda Conócete a ti mismo! Quizás habría que colocarla en la mesa de despacho de cada uno o sobre la puerta del dormitorio. Eso sí, para aplicación personal y no para dar con el codo a quien nos acompañe y animarle a que se lo aplique él.

En la vida funcionamos con el capital que pensamos tener más que con el que realmente contamos. De ahí la necesidad básica de saber quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos y dónde nos encontramos.

Hay que entrar en la propia vida, poder madurar profundizando en nosotros mismos, hemos de buscar luces para que, llegando desde fuera, nos permitan conocer nuestra propia intimidad. Sólo así cabrá la coherencia y la unidad de vida capaz de propiciar felicidad. La madurez conlleva un mayor y mejor conocimiento, una más plena conciencia desde nuestro yo real de las circunstancias que nos integran, condicionan y enriquecen.


La forja de la autoestima

A lo largo de la historia la consideración de la propia estima ha contado con periodos de más o menos valoración. El término autoestima es reciente, aún no aparece en los diccionarios. Pero la literatura en torno a la autoestima desborda revistas, conferencias, librerías y un gran espacio en Internet. Conceptualmente es un término subjetivo, a fin de cuentas. Es la apreciación que cada uno tiene de sí mismo y de sus capacidades.

La correcta autoestima es condición de felicidad porque es el filtro que media entre nosotros y la realidad. Una incorrecta y baja autoestima desvirtúa nuestra realidad, se ensaña en los puntos débiles e ignora los que nos enriquecen. Ya podemos triunfar limpiamente en cualquier lid que ese logro será minusvalorado con diversas y poco objetivas razones. En estas condiciones nada nos satisface, aunque todo el mundo nos aprecie, nos halague y estimule, todo nos parecerá una comedia. Y es que falla “la caja de resonancia” en nuestro yo, los estímulos que llegan a la inteligencia y a la afectividad pierden su sonoridad y su fuerza, carecen del necesario refuerzo positivo en nuestro cerebro.

Hay un rasgo muy extendido entre las personas con baja autoestima: el temor exagerado a equivocarse, el pensar que se derivan grandes perjuicios si yerran, el miedo a defraudar las expectativas de los padres –con más frecuencia del padre-, de los jefes, de las figuras que le son relevantes. Así surge una actitud envarada que reduce rendimientos, bloquea y anula buena parte de la propia calidad de vida.

Hemos de aprender a pedir perdón. Sin que se nos caigan los anillos. ¡Cómo engrandece –ante Dios y ante los hombres-, cómo abre las puertas de la confianza y la amistad, del entendimiento y de la escucha, el saber pedir perdón oportunamente! Hay que saber alimentarse de la fuerza sanadora del perdón en quien lo pide y en quien lo otorga.

Siempre es hora de rectificar. Basta tener la humildad de reconocer el descamino, la debilidad o la ignorancia y rectificar “cantando” aquello que aprendimos con aires mexicanos:

Una piedra en el camino
me enseñó que mi destino
era rodar y rodar.
Pero me dijo un arriero:
no hay que llegar el primero,
que lo que importa es llegar


¡Así sabía escuchar Momo!

¡Qué gran cualidad la de saber escuchar! Desde que leí Momo, de Michael Ende, le tengo envidia a la buena escucha de la protagonista. Una chiquilla de pueblo, sencilla y muy normal, pero que escuchaba de maravilla.

Momo ayudaba a todos, para todos tenía un consejo, un consuelo, un estímulo, una alegría, … ¿Acaso por su inteligencia, sus dotes artísticas, sus estudios, su magia o su encantamiento? No, en absoluto. Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es nada especial. Diríamos que cualquiera sabe escuchar.

Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única. Así queda descrita en el texto:

Lo hacía de tal manera, que a la gente tonta, se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes, y eso sólo porque escuchaba con toda atención y simpatía.

Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería.

Los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida, que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones y que no importaba nada a nadie y que se le podía sustituir con la misma facilidad que se cambian una maceta rota, pues si iba y le contaba todo esto a la pequeña Momo, le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era, sólo había uno entre los hombres, y que, por eso mismo era importante a su manera, para el mundo.

…¡Así sabía escuchar Momo!

¡Qué gran regalo haríamos a la humanidad aprendiendo a escuchar mejor! ¡Qué elevado crecimiento en la Autoestima propicia la buena y gustosa escucha! Escuchando se enseña mucho, se aprende mucho y se evitan muchos problemas de comunicación.


Al maestro le gusta... ¡que le quieran!

Volaba en un avión de Madrid a Pamplona. Estaba embebido en los periódicos que la azafata había repartido poco antes. Un premio Nobel habla de su vida, destacaba un titular de prensa nacional. Su infancia –bastante dura y triste- plena de desafecto familiar había transcurrido en los pobres campos lusitanos. Y en un recuadro una pregunta del redactor, directa y clara, a la joven compañera del escritor: -¿Y qué le gusta al maestro?

La respuesta se traslucía rápida y plena de sencillez: -¿Al maestro? Pues al maestro le gusta lo que a todo el mundo: ¡que le quieran!

También fue inmediata mi reacción. Anoté –recuerdo que con “boli verde”- en los bordes de las páginas del diario: En efecto, que nos quieran. Pero ¿a quién se quiere? ¿A quién es más fácil y asequible querer? Pues ¡a quién es amable! A quien facilita el que se le quiera. Dicho con mayor explicitud, a quien ama. Amar es, sin duda, el mejor y más seguro modo de resultar amables, de inducir al amor.

El corazón del hombre –y el de la mujer quizás más- está hecho para amar. Y cuanto más ama y más alto y noble es el amor ejercitado mayor es la autorealización y la felicidad que la embarga.

Pero no hay amor de un "yo" sin un "tú" correspondiente. De ahí que el amor reclame reciprocidad y que el verbo amar haya de conjugarse forzosamente en activa y en pasiva. El amor es libre, voluntario, gratuito. No cabe en él la exigencia. De ahí también la grave afectación de nuestra Autoestima cuando exigimos cariño. ¡Qué diferente es desear ser querido y dejarse querer, a ir mendigando por doquier “limosna de amores"!. Esto suele generar frustración y deterioro de nuestra Autoestima.


Quien a Dios tiene, nada le falta

Mientras disfrutábamos de la sevillana brisa primaveral hace unos meses, me resultó novedosa, siendo obvia, la afirmación de mi admirado amigo José Antonio, Psiquiatra psicoanalista en New York: -La base fundamental de la Autoestima está en el conocimiento y valoración de nuestro ser hijos de Dios. Con esta conciencia bien desplegada, -añadía- nada ni nadie puede hundir el infinito valor y la dignidad de mi vida y de mi ser.

Y más adelante, mientras disfrutábamos elucubrando en estos temas, venía a concluir: -A quien prescinde de Dios le falta la clave, la pieza maestra para entender correctamente la realidad que le circunda y que acaba volviéndosele al fin hostil, amenazante. Es algo similar a la visión del esquizofrénico que no engancha con la realidad y sufre. Y en muchos casos la salida defensiva es la evasión, la herida hacia paraísos sustitutivos, anestesiantes, como el alcohol, el sexo, el trabajo excesivo, las drogas …

Quien a Dios tiene nada le falta concluye el conocido estribillo de Santa Teresa. El texto, a modo de manuscrito está en mi consulta sobre una repisa. Me consta el bien que ha hecho en tantos corazones atribulados por el dolor que, sentados frente a mi mesa, y en un vagar expectante de su mirada, tropezaban con los versos de la Santa de Ávila.

Nada te turbe,
Nada te espante,
Dios no se muda,
La paciencia todo lo alcanza;
Quien a Dios tiene
Nada le falta:
Sólo Dios basta

La honesta lectura que –con conciencia recta y bien formada- hagamos de las leyes propias de nuestra naturaleza, el “folleto explicativo” de nosotros mismos que la sabiduría divina ha insertado en nuestro ser, nos pone en condiciones de rendir más para tener más, poder dar más y, disfrutando del quehacer diario, continuar dando a los demás. Pero dar … ¿qué? Todo lo bueno de que somos capaces y que libremente ponemos al servicio de los demás. Ese es el modo de ser persona, de crecer y de vivir una biografía feliz y rica en las cosechas del vivir.